GRAFFITI. Luis Villamizar
Por Costanza De Rogatis
El grafiti, como expresión popular en los muros de una ciudad, es tan antiguo que se remonta a la época de los romanos. Graffiare, rasguñar, es el verbo del que se origina el vocablo y que revela las características formales de sus inicios: un dibujo que se obtiene al realizar una incisión sobre una superficie.
Si bien desde finales del siglo XIX se han registrado todo tipo de mensajes anónimos de contenido político, social e incluso personal en las paredes de los espacios públicos, su carácter espontáneo y popular emerge en los múltiples medios como se ha manifestado, ya sea mediante la incisión –grafitis referenciados tanto en la obra del fotógrafo Brassaï como la del pintor Jean Dubuffet–; la pintura industrial; y posteriormente el aerosol.
Es sin embargo a partir de los años setenta del siglo pasado que el grafiti parece ocupar un lugar en el imaginario colectivo de las ciudades –inicialmente en Norteamérica y luego en el resto del mundo– mediante la difusión de las intervenciones de muros y vagones del metro de Nueva York, en las que jóvenes de barriadas populares representan su búsqueda de pertenencia e identidad en una urbe hostil, a través de los dibujos con spray.
Como parte de la serie de intervenciones urbanas realizadas por Luis Villamizar durante la década de los setenta, y en diálogo con esos murales que se apropian de lo público para visibilizar la voz de los grupos marginados, encontramos Graffiti, de 1977, un espacio intervenido –una casa– que como en su obra Suicidio de 1976, es también una edificación abandonada.
El artista repara en ella en su transitar por la calle El Colegio, transversal que aún conduce desde la Avenida Casanova hacia Bello Monte en Caracas, y en la que entonces se encontraban ubicados la Galería Viva México –dedicada al arte latinoamericano– y la Fototeca –espacio consagrado a la fotografía, dirigido por María Teresa Boulton y Paolo Gasparini–. Era pues, una calle vinculada al encuentro de diversos artistas que solían hacer vida en una zona culturalmente rica para la época, enlazada con las actividades de la Librería Cruz del Sur y las reuniones de escritores e intelectuales en el Gran Café, ambos en Sabana Grande.
La casa, cuyos vanos habían sido tapeados con bloques, son delimitados por Villamizar con una gruesa franja negra, a modo de marco. Esta franja, es la determinación del nuevo espacio pictórico: los vanos son ahora cuadros, en los que dibuja siluetas esquemáticas sin rostro, personajes abstractos blancos –alguno negro– sobre el fondo de cemento. Personajes-cómic que nos recuerdan a las figuras del artista Keith Haring, también él fuertemente influenciado por la cultura del grafiti.
Las figuras están representadas de modo tal que sugieren estar aplastadas contra la superficie ficticia –invisible– que representa lo que debió ser un vidrio, una puerta. Apoyan sus puños en señal de auxilio, golpean buscando interpelar a algún transeúnte que las note, reclamando su propio encierro. Un grafiti monocromo, sin color, de figuras bidimensionales sobre un espacio tridimensional, el de la casa, desaparecida hoy día. Desaparecidos también los dibujos, los personajes, la intervención: podemos solo reimaginarlos a través del registro fotográfico realizado por Villamizar. Y este registro es la mediación de otra imagen, de otro tipo de representación –con estrategias diferentes a la pintura– que impone un nuevo marco, el encuadre, que delimita y conduce la mirada desde el afuera. Una ventana que enmarca una ventana, desde donde observamos ese espacio suspendido del grafiti en un vano, encerrado en una fotografía.
_