Cómo dibujar un caballo: testimonio sobre ‘Nos quedamos a la orden’ de José García Oliva

 

Por Rigel García

I

Aquel día yo no estaba totalmente desprevenida. Me habían dicho que habría un caballo blanco en la sala de exposiciones de la galería Abra, Caracas, como parte de un performance de José García Oliva (Caracas, 1995) en la inauguración1 de su muestra Tonada de galopeo. La promoción del evento en días previos omitió deliberadamente este detalle a fin de incrementar el asombro del público. Pero a pesar de que yo sabía, no pude evitar conmoverme: nunca estoy realmente preparada para ver un caballo. Más allá de ser una citadina, mis emociones frente a estas criaturas incluyen la más asombrosa alegría, el temor y una atávica reverencia. Pienso que son imponentes, inteligentes y dotados de una gracia perfecta que sustenta el misterio de su ancestral relación con los humanos.

De modo que cuando Luna, que así se llamaba esta yegua blanca, entró en la sala con paso calmado acompañada por dos cuidadores, sentí que estaba ante una especie de aparición. Fue guiada al interior de un pequeño corral metálico dotado de forraje, que empezó a comer tras un breve reconocimiento del espacio. Los cuidadores salieron de la sala en silencio luego de asegurar sus riendas y cerrar la puerta del cerco. Iban vestidos con bragas de trabajo azules y pude ver que en la espalda llevaban bordada la frase que daba título al performance: “Nos quedamos a la orden”, fórmula por excelencia de la buena disposición en este país pero asociada también al mundo militar con esa engañosa tensión servicio-obediencia. Percibí que el público –¿o fui solo yo?– contuvo la respiración. También el espacio contuvo la respiración: así son un poco los rituales. Habían dado indicaciones de no tomar fotos, ni hablar, ni gritar, ni hacer movimientos bruscos. Los caballos son impresionables, pensé. No sólo encarnan el nervio puro, sino que perciben fácilmente las emociones de los demás, de allí la fascinante comunión psicofísica que establecen con su jinete y sus cuidadores.

Todo se hizo silencio alrededor del corral y todo fue mirada sobre este caballo. La quietud era tal que podía escucharse su masticación, hasta que un repentino resoplido hizo vibrar la atmósfera y sobresaltó al público. Los cuidadores volvieron, entraron al corral y comenzaron a cepillar a la yegua. Callada, metódicamente y con afecto acicalaron todo su cuerpo con diferentes cepillos, de arriba a abajo y de un extremo a otro, deteniéndose también para peinar la crin y la cola; así como para limpiar sus cascos. Me dije a mi misma que debía estar presente, porque no habría otra manera de volver a esto. El momento estaba planteado para sobrevivir únicamente en la memoria de la audiencia del modo que fuese: a medias, fragmentado o tergiversado por la imaginación, pero sin la ayuda de ningún registro audiovisual. Qué frágil puede ser la fotografía de la mente, pensé.

Aquellos eran días tensos y extraños, había transcurrido apenas una semana de la juramentación presidencial en la que tendría que haberse iniciado un gobierno distinto, cosa que no sucedió. Visto el desenlace, el evento performático no tenía tanto el carácter de una prefiguración –sobre una posible libertad inminente–, sino el de un eterno retorno mítico al ideal nunca alcanzado, una especie de recordatorio sobre la tarea pendiente y sus contradicciones. Tener un encuentro con un caballo blanco en este contexto resonaba mucho con el deseo colectivo y con la histórica autorrepresentación simbólica del país.

Más allá de su genealogía épica como corcel de Simón Bolívar, el caballo blanco probablemente sea el elemento más notable del Escudo Nacional de Venezuela, donde resalta en el amplio cuartel inferior galopando indómito sobre un fondo azul, en alusión a la libertad y la independencia. Probablemente sea también la figura que uno más recuerda, por entrañable y por gráficamente funcional. Con frecuencia, me encuentro tratando de recordar con dificultad las espigas, las banderas y las armas que ocupan los demás cuarteles del escudo, como si la unidad, la riqueza y el triunfo no fuesen tan relevantes. Pareciera que, en este país, la libertad es lo que más enorgullece, lo que más se anhela, lo que más falta.

 

II

Pronto faltó también el caballo del performance, por partida doble. Cumplido el cepillado, los cuidadores salieron con Luna de la sala. Al cabo de unos minutos, regresaron –esta vez sin el caballo–, repitiendo el acto de encerrarse en el corral. Una vez allí, comenzaron a ejecutar los mismos gestos de cuidado que habíamos presenciado antes, cepillando y peinando a un caballo que no estaba allí. El recorrido preciso de sus manos iniciaba, transitaba o terminaba justo a la altura de donde hubieran estado la cabeza, el cuello, el lomo, la grupa o la cola; de modo que pudimos ver, efectivamente, la silueta del caballo ausente. Percibí una ola de asombro y maravilla en el público ante esta revelación tan evidente como fugaz, casi un acto de magia. Esto es un performance de dibujo, pensé. La acción culminó con la salida definitiva de los cuidadores de la sala, dejando el corral vacío como único vestigio de una doble aparición, vista y no vista.

Sentí admiración por el profundo conocimiento que estos trabajadores demostraban tener de su caballo, al reproducir con maestría su volumen a través de una tarea aparentemente repetitiva y menor. Su acción era notable al revelar que a la libertad hay que cuidarla, que hay quienes la atienden aunque no esté y no sea una labor protagónica; pero que también es bueno preguntarse si no enarbolamos y veneramos con esmero un concepto vacío. Por otra parte, este momento lo viví con cierta nostalgia, pues se me hizo patente que no por ser ubicuo el caballo de nuestro imaginario nacional está realmente presente. Se escapa, es una idea, lo ves y no lo ves. Sigue faltando en aquello que representa.

Como falta el cuerpo de ese caballo blanco en el escudo que parece haber sido recortado del fondo azul, cual silueta que opera por el mecanismo ilusorio de una sustracción –recurso presente en otras obras de la muestra de Oliva. Cuando, siendo niña, me mandaban a hacer el escudo en el colegio, coloreaba con creyones el azul alrededor de la forma vacía del caballo sobre el papel blanco, esbozada apenas con lápiz “para que no se viera”, tal como hicieron los cuidadores en el segundo acto del performance. Recuerdo haber sentido cierta impotencia en este proceso. No podía “colorear” al caballo blanco, sólo hacerlo aparecer en el papel; y dicha resistencia a la representación la siento poderosamente connatural a nuestra relación con esta figura y a lo que ha terminado significando en el destino nacional.

Debido a la decisión de no hacer público el registro del performance, quienes llegaron tarde ese día tuvieron que conformarse con el relato de los presentes y tendrán siempre la duda de si lo que se les contó era cierto o no. Quienes estuvimos allí probablemente experimentemos la transformación de nuestro recuerdo y demos paso, con el tiempo, a una descripción inexacta de esta presencia/ausencia. Una fantasmagoría que hará que el evento perviva en la memoria colectiva con el rango de leyenda, al igual que el símbolo patrio. En aquellos días, ver a un caballo blanco, manso y domado en una sala de exposiciones nos confrontó con la rareza del ideal galopante, desbocado e insumiso. Seguramente hay caballos (y libertades) así en el mundo, pero no están con nosotros. En la misma medida, nos conectó con lo querido y doloroso de este símbolo –por ansiado, por perdido, por imposible–,  pero  ¿no  es  esa  distancia,  acaso,  la  naturaleza  propia  del  símbolo? Especialmente si se trata del imaginario nacional que, sabemos, no habla tanto de lo que un país es, sino de lo que quiere ser.

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1 La inauguración de la exposición y el performance tuvieron lugar la tarde del viernes 17 de enero de 2025, en uno de los dos espacios de la galería Abra [G6], Centro de Arte Los Galpones, Caracas.